Universidad Pública, por Carmen Lizárraga

Conozco los problemas de la universidad pública, principalmente, por tres motivos. El primero de ellos, que la universidad ha sido mi casa desde los 17 años; el segundo, que he sufrido en primera persona algunas dificultades asociadas, en gran parte, a recortes sociales que se llevaban por delante la investigación, el pilar de la economía de cualquier país avanzado; y el tercero, que he sido portavoz en la comisión parlamentaria de Universidades en Andalucía durante la X legislatura. Cuando llegué al parlamento andaluz en 2015 el panorama era desolador, yo misma lo califiqué como Invernalia. Eran años muy duros, la deuda de la Junta de Andalucía con la Universidad de Granada superaba los 100 millones de euros; magníficas investigadoras e investigadores quedaban fuera del sistema y se nos exiliaban; el Plan Andaluz de Investigación, Desarrollo e Innovación llevaba paralizado desde 2012; había grandes retrasos en pago a proveedores; más de 200 personas se encontraban en lista esperando su estabilización; faltaba un sistema de carrera y promoción profesional del PDI laboral; y carencias que afectaban al personal de administración y servicios. Pude hablar con la rectora de la Universidad de Granada de estas y otras cuestiones en diversas ocasiones, también debatía con Ramírez de Arellano, el entonces Consejero de Economía y Conocimiento, compartiendo preocupaciones y buscando soluciones. Algunos de estos problemas se han ido resolviendo, otros siguen y hay problemas nuevos. La tensión es diaria para mantener lo que se ha logrado y seguir avanzando.

Aunque vienen tiempos duros para todo lo que lleve el apellido “público” y para los derechos logrados con el esfuerzo de mucha gente, es un hecho probado que unos buenos servicios públicos son el sustento de la buena convivencia en un país. Sabemos que los países con mayores índices de desarrollo son aquellos que más han invertido de forma colectiva en educación, conocimiento e I+D+i. Hay quien piensa que las universidades son meras fábricas de personal cualificado y que su éxito o fracaso se mide con índices de empleabilidad. Pero sabemos que las universidades públicas son verdaderos ascensores sociales y que tienen una estrecha vinculación económica con la ciudad, especialmente, en el caso de Granada. Hay quien denomina libertad a las políticas del “sálvese quien pueda”, que dejan fuera a la mitad de la población. Pero hay quienes defendemos una libertad que significa vivir en una sociedad segura e inclusiva, donde los pactos de convivencia están vivos y toman cuerpo en nuestras escuelas, hospitales y universidades. Las universidades públicas forman parte del centro de esa sociedad, especialmente por su valor social y cultural, porque nos conectan en red con el resto del mundo.

Nuestro futuro puede ir ligado a esa vocación pública que hace que nuestra sociedad sea mejor, más igualitaria. Hay que seguir dando pasos adelante para que los intereses colectivos estén por delante de los personales y de los privados, porque lo que hoy es avance, mañana puede ser retroceso. Son las personas las que desmantelan o las que construyen lo colectivo y público. Por eso, ahora que se aproximan las elecciones al rectorado, es necesario dar el apoyo a una persona con máxima vocación por lo público para que sea rectora de la Universidad de Granada. Conozco a la Pilar Aranda, incansable trabajadora, afable y siempre dispuesta a escuchar y dialogar. Poniendo la institución y las personas que conforman la comunidad universitaria por delante, a pesar de las adversidades. Me alegré cuando supe que presentaba su candidatura a rectora hace cuatro años, y tuvo mi apoyo en aquel momento. Hoy lo reitero porque queda mucho por hacer; porque la Universidad es central para hacer una Granada más rica social, cultural y económicamente; y porque Pilar reúne los valores y la fuerza necesarios para diseñar la universidad que queremos más allá de cuatro años y afrontar los grandes retos que asoman por el horizonte.

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